Veo fotos mías de hace unos años y veo días en donde me sentía a gusto con la cara que habito. Donde mi cuerpo no era una cárcel y podía lamentarme en paz sobre cosas que ahora me parecen tan pequeñas (lamentarme, pero disfrutarlas igual). Pese a toda esta inacción motivacional que estoy teniendo hace un tiempo, salí en la madrugada a buscar la compañía de un humito y no puedo explicar lo que fue ver esa luna encima mío. Luna llena y llena de nubes al rededor. Estaba rodeada por un círculo de colores entre azulado y violeta, y las nubes hacían como un bailecito hacia ella, como si la luna fuera un enorme imán de luz y las nubes todas luciérnagas hechas de vapor y metal. Me acosté en el piso, se movían muy rápido, pero si me concentraba bien, me daba cuenta de que en realidad se movían muy lento, casi nada. Era como el efecto que veo en las nubes cuando he estado en modo alucinógeno, que las veo moverse como humo de cigarro, y yo sé que no es real pero se logra ver tan claro. En fin, entré, armé mi cámara y volví a acostarme mirando al cielo porque no quería olvidar ese momento nunca. Soy tan feliz cuando el silencio de todo lo que es inmensamente más grande que yo me abruma con su tamaño; como el mar, el cielo o la cordillera. Me hace sentir tranquila saber que, no importa lo que pase, no importa cuánto amemos o suframos o hagamos el bien o el mal, el universo es imperturbable y nada de lo que hagamos lo va a sacar de su curso.
Enfoco un plano más cercano al de las nubes; miro a los árboles y siento envidia. Tan serenos que existen cuando todo aquí afuera es un caos. Qué daría por ser un sauce llorón y vivir relajada, bailar cuando corra viento, recibir solcito o agua cuando llueva. Dormir bajo el alero de las estrellas, ser hogar de tanta vida diminuta y, por sobre todo, alejarse del ruido artificial. Ni siquiera enterarse de que existe el ruido. No lidiar con cesantías, inseguridades, hombres fantasma, plata o frío. Qué daría por ser un árbol o un pájaro volando lejos, aunque me coma otro pájaro más grande.